Dos días después de dar la bienvenida al nuevo año, encendimos la última vela de Jánuca. Aquella luz tenue iluminó nuestros rostros, pero no pudo disipar la pesada oscuridad de nuestras inquietudes. Las heridas de la guerra son una realidad constante para todos nosotros. Cada familia en Israel lleva consigo cicatrices que permanecen, silenciosos recordatorios de las pruebas que hemos enfrentado juntos como sociedad. En nuestros corazones hay un espacio que no se llena, reservado para los secuestrados: aquellos que siguen lejos de casa, cuyas ausencias son un dolor constante pero también una chispa de esperanza. La incertidumbre, esa sombra que nos acompaña, no solo invade nuestras emociones, sino que también impacta las decisiones más simples de nuestra vida diaria. A pesar de todo, seguimos buscando la manera de adaptarnos, de mantenernos fuertes y de avanzar en un entorno que pone a prueba nuestra resiliencia cada día.

Cada día nos despertamos con una realidad que se torna más desafiante: una escalada de precios que afecta a lo esencial y pone a las familias en una situación crítica. El costo de los alimentos básicos se ha disparado, convirtiendo la ida al supermercado en una actividad casi deportiva, donde los compradores hacen malabares entre ofertas y prioridades. Cada mes, las familias enfrentan el reto de ajustar presupuestos que ya no dan más de sí. Cada factura parece venir con un "extra" inesperado, y las compras diarias se convierten en un rompecabezas logístico donde decidir entre necesidades y deseos es inevitable. Encontrar soluciones no es solo cuestión de matemáticas, sino de enfrentar la realidad con creatividad y determinación. En la Kneset, los políticos se enfrascan en debates interminables sobre políticas fiscales, mientras parece que el consenso es un concepto tan lejano como un día sin atascos en Tel Aviv. En lugar de atacar los problemas reales, como la subida del costo de la vida que hace que hasta las cebollas parezcan un lujo, se dedican a intensificar divisiones ideológicas. El extremismo, ya sea de derecha o de izquierda, parece ser el deporte nacional favorito: muchas palabras, pocas soluciones, y un pueblo que sigue esperando.

Este no es el inicio de año que hubiéramos deseado. Es un comienzo cargado de pruebas, de reflexiones sobre nuestra fortaleza colectiva. En este contexto, me pregunto: ¿Cómo perciben los nuevos olim esta realidad?

Esta pregunta me hizo reflexionar, o más que reflexionar, recordar el inicio de ser ciudadanos en Israel. Es recordar las historias de tantos amigos que llegaron con maletas llenas de sueños y corazones cargados de expectativas. Al principio, muchos no sabían, o tal vez preferían no saber, las complejidades internas del país. Pero todos llegaban con ilusiones, buscando un nuevo comienzo. Algunos traían consigo un sionismo ferviente, el anhelo de construir y ser parte de la historia de Israel; otros escapaban del antisemitismo o de situaciones de inestabilidad en sus países de origen.

Las primeras semanas suelen estar marcadas por una mezcla de emociones: el entusiasmo de descubrir una nueva cultura, el desconcierto ante las costumbres locales y la alegría de recibir beneficios iniciales que parecen allanar el camino. Todo es novedad: aprender a tomar un autobús, inscribirse en ulpán para dominar el hebreo, o incluso entender cómo funciona el sistema de salud. Es una etapa llena de esperanza, donde cada pequeño logro se siente como una gran victoria.

En esos primeros meses, los beneficios abundan, y los olim viven una especie de luna de miel con Israel. Aún desconocen los retos como los impuestos a las ganancias (Masajnasá) y el implacable Bituach Leumi, que, con la misma amabilidad de un despertador un lunes por la mañana, se convierten en parte inevitable de la vida cotidiana. Es un proceso que todos hemos vivido: al principio todo parece sencillo, con beneficios y apoyo que suavizan la transición. Pero con el tiempo, la realidad golpea con fuerza.

Sin embargo, esa misma realidad también abre los ojos a lo que significa ser parte de Israel. Las dificultades iniciales no solo desafían, también enseñan a valorar lo que esta tierra ofrece: refugio, oportunidades y un sistema que, aunque complejo, garantiza acceso a algunas de las mejores universidades, un sistema de salud destacado y una comunidad resiliente. Poco a poco, nos vamos integrando, reconociendo que esas barreras iniciales forman parte de un camino que conduce hacia una vida llena de sentido y posibilidades.

El primer año es una mezcla de aprendizaje y adaptación: desde dominar el hebreo hasta descifrar los sistemas burocráticos. Para el tercer año, muchos ya han encontrado su ritmo, enfrentando impuestos y pagos mensuales con menos sorpresa y más certeza. Finalmente, tras una década, llega esa "coronación" de integración, donde los retos se convierten en historias del pasado y los logros personales toman protagonismo, mostrando el crecimiento y la conexión con una tierra que ahora también es hogar.

Hace algunos años escuché a una señora decir en una reunión: "El voluntariado es mi manera de devolver lo que alguna vez me dieron". Su nombre es Ruty, y actualmente lleva más de 30 años viviendo en Israel. Ella define esta etapa del ciudadano israelí como un momento de transformación. Nunca dejamos de ser olim, pero al llegar a esta fase nos convertimos en Olim Vatikim (veteranos). Es entonces cuando asumimos el deber de ayudar a la nueva generación de olim, aquellos que llegan con las mismas esperanzas y desafíos que alguna vez enfrentamos.

Gracias a personas como Ruty y a cientos de voluntarios, la OLEI no solo existe, sino que florece como un pilar fundamental en la integración de los olim. Cada gesto, cada hora dedicada al servicio de los demás, es una piedra más en la construcción de una comunidad unida. Es gracias a estos voluntarios que quienes llegan encuentran no solo apoyo, sino también un sentido de pertenencia en esta gran nación que es Israel.

Israel no es un país sencillo. Sus retos son inmensos, desde lo político hasta lo económico. Aquí, hasta respirar parece tener impuestos, y la política es como un grupo de WhatsApp: todos opinan, nadie escucha, y al final siempre hay alguien ofendido. Pero es precisamente el compromiso de la comunidad lo que permite superar esos desafíos. Acciones como encender una vela de Jánuca, organizar una cena de Shabat o simplemente extender una mano amiga no son solo gestos simbólicos; son el corazón mismo de lo que significa vivir en Israel. Cada pequeña acción tiene el potencial de transformar vidas y de recordarnos que, incluso en los momentos más oscuros, hay luz.

Mientras avanzamos en este nuevo año, que el poder del voluntariado sea nuestra guía. Es en la entrega desinteresada donde encontramos la fuerza para construir un futuro compartido. Porque, al final, como dice el refrán, "Am Israel Jai": el pueblo de Israel vive, resiste y florece, juntos, bajo cualquier cielo.

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